El modo en que aprendemos a ser mujeres y hombres tiene que ver con cómo nos hemos construido como mujeres y hombres. Es decir, con el proceso de aprendizaje social por el que transitamos desde que nacemos hasta que morimos, y que repercute en todas las dimensiones de nuestra vida.

Este proceso se conoce como “socialización diferenciada” y tiene que ver con cómo aprendemos a ser mujeres y hombres en función del sexo con el que nacemos. En el proceso intervienen agentes socializadores diversos, como la familia, la educación, la religión, que nos van enseñando a cómo comportarnos, cómo identificarnos, cómo expresarnos según hayamos nacido con un sexo u otro.

El proceso de socialización diferenciado no es universal. No se trata de un proceso único, sino que tiene que ser entendido y analizado en su contexto histórico, con sus raíces culturales concretas. Por ello, por ejemplo,  no es lo  mismo ser mujer en España que en Vietnam, o serlo en la España actual o en la del siglo XIX.

El proceso de socialización diferenciado nos sirve como marco de referencia para situarnos y comprender la realidad social que nos rodea y para comprendernos a nosotras mismas. Sobre todo, poniendo una mirada crítica sobre nuestras actitudes y desechando la idea de que el cómo somos y cómo nos comportamos es un hecho natural.

Desde aquí lo más importante es rescatar la idea de cambio. Si cómo somos y cómo nos comportamos es una construcción social, es decir, no es parte de nuestra naturaleza, entonces podemos cambiar aquellas actitudes que infravalorizan e invisibilizan a la mitad de la humanidad. Podemos hacer por cambiar la mirada androcéntrica y la masculinización del mundo dando el espacio que a las mujeres ha sido arrebatado.